1795. Compendio de la historia civil del Reyno de Chile
Título: Compendio de la historia civil del Reyno de Chile
[Compendio de la historia civil del Reino de Chile].
Original en italiano: Juan Ignacio Molina 1776. Compendio della storia geografica, naturale, e civile del regno del Chile.
Traduccion al español: Don Nicolás de la Cruz y Bahamonde.
Fecha de Publicación: 1795.
Última edición: 30/07/24.
[P. 151-152] Cuando llegó la noticia de la total derrota del ejército Valdiviano, los habitantes españoles de la ciudad de los Confines y de Purén, sintiéndose inseguros dentro de sus murallas, se retiraron a La Imperial. Lo mismo hicieron los de Villarrica, quienes, abandonando todas sus pertenencias, corrieron a refugiarse en Valdivia. Así, a los araucanos solo les quedaba conquistar estas dos plazas. Caupolicán se encargó de sitiarlas, dejando a Lautaro el cuidado de defender las fronteras del estado por el norte. El joven Vice-Toqui se fortificó en el alto monte de Marigüeñu, que se encuentra en el camino que lleva a la provincia de Arauco. Imaginándose, como efectivamente sucedió, que los españoles, deseosos de vengar la muerte de su comandante, vendrían por ese camino en busca de Caupolicán. Este monte, que en varias ocasiones ha sido funesto para los españoles, tiene en la cima una bella llanura con algunos árboles que a ratos dan sombra. Sus laderas están llenas de despeñaderos y precipicios, especialmente las que miran al poniente, donde el mar golpea con gran violencia, y las que miran al levante, que están cubiertas de un bosque impenetrable. No se puede llegar a la cumbre, sino es por un sendero escabroso que conduce desde el norte.
[P. 165] El viejo Villagrán, recuperado de su indisposición y animado por las fervorosas demostraciones de esos ciudadanos, que a cada momento creían ver a los araucanos a sus puertas, finalmente se puso en marcha con 196 españoles y 130 auxiliares en busca de Lautaro. Pero recordando la derrota de Marigüeñu, decidió no atacarlo de frente, sino por sorpresa. Dejando de lado el camino principal, se dirigió secretamente por la playa, donde, guiado por un espía, avanzó por un sendero oculto para atacar los campamentos al amanecer.
[P. 204] Para mantener el ánimo que este suceso había generado en sus soldados1, fue a apostarse en la cima del monte Marigüeñu, que era de buen augurio para su nación. Mientras tanto, Villagrán, que estaba afectado por la gota y no quería enfrentarse en un lugar que le recordara su derrota, encargó a su hijo la tarea de desalojar ese peligroso puesto. Este joven temerario y emprendedor, asaltó con poca precaución las trincheras araucanas. Casi todo su ejército, compuesto por lo mejor de las tropas españolas y un gran número de auxiliares, fue destrozado, y él mismo murió al ingresar al campamento enemigo.
[P. 218] Sin embargo, él2 deseaba con ansias enfrentarse al enemigo y comenzar su gobierno con una victoria ruidosa. Así, al enterarse de que Paillataru, habiendo reunido nuevas fuerzas, había ocupado la fatídica cumbre de Marigüeñu, la cual no sabemos por qué los Españoles jamás han pensado fortificar, se puso en marcha contra él, al mando de 300 europeos y un considerable número de auxiliares. Paillataru tuvo aún la gloria de ennoblecer esta montaña con la total derrota del ejército español. El presidente, que logró escapar de quedar prisionero por una feliz combinación, se retiró precipitadamente, con los pocos restos de sus tropas, a la ciudad de Angol. Aquí, completamente acobardado, renunció al mando de las armas en favor del Mariscal Gamboa y del Maestre de Campo Velasco, a quienes ordenó evacuar prontamente el tantas veces construido y destruido fuerte de Arauco.
[P. 238-239] Luego, Guanoalca se dirigió contra otro fuerte que los españoles habían construido recientemente en las cercanías del monte Marigüeñu; pero al recibir un refuerzo considerable a tiempo, decidió emplear sus fuerzas en otra parte con mayor esperanza de éxito. Por tanto, se volvió contra los dos presidios de la Trinidad y del Espíritu Santo, situados a orillas del río Biobío. El gobernador, temiendo no poder conservarlos o creyendo que no eran lo suficientemente útiles, evacuó a toda la gente y la trasladó a otra fortaleza que habían construido sobre el río Puchanqui para proteger la plaza de Angol. Así, la guerra se había reducido casi por completo a la construcción y demolición de los fuertes.
[P. 241-244] El viejo Toqui Guanoalca, muerto a fines de este año, tuvo por sucesor a Quintunguenu, un joven atrevido y ambicioso de gloria. Este, habiendo tomado por asalto el fuerte de Marigüeñu, se acampó con dos mil hombres en la cima de esa famosa montaña, esperando hacerse tan célebre como Lautaro con alguna gran victoria. El gobernador no se dejó amedrentar por la triste memoria de las desgracias sufridas en ese mal presagio sitio. Habiéndose puesto a la cabeza de 150 españoles y un buen número de auxiliares, se dirigió de inmediato allí con la intención de desalojar al enemigo o, al menos, de mantenerlo sitiado.
Después de haber dado las instrucciones necesarias, al amanecer comenzó a subir la difícil cuesta, conduciendo en persona la vanguardia, al frente de la cual había colocado a veinte oficiales experimentados en esa guerra. Apenas había llegado a medio camino, cuando de repente Quintunguenu lo atacó con tal furia que cualquier otro jefe menos hábil habría sido derrotado junto con toda su gente. Pero él, animando a los suyos con la voz y con el ejemplo, sostuvo el terrible encuentro con el enemigo durante más de una hora, hasta que, avanzando paso a paso, logró hacerlos retroceder a sus trincheras, aunque sin poder romperlas.
Los araucanos, exhortándose mutuamente a conseguir una muerte gloriosa, defendieron su campamento con increíble valor durante el resto de la mañana. Al mediodía, Don Carlos Irrazabal, después de una obstinada resistencia, finalmente forzó con su compañía las trincheras del flanco izquierdo, y al mismo tiempo sus brigadas penetraron por el frente y por la derecha, junto con el Maestre de campo y Don Rodulfo Lisperger, un valiente oficial alemán cuya descendencia aún se conserva en Chile. Quintunguenu, aunque atacado por todas partes, mantuvo la batalla indecisa durante largo tiempo, manteniendo a su gente en orden y exhortándolos a no manchar la gloria de ese lugar ennoblecido con tantos trofeos por sus antecesores. Mientras se desplazaba de un flanco a otro, enfrentando siempre a los asaltantes, cayó atravesado por tres heridas mortales infligidas por el propio gobernador, quien lo tenía en la mira. La última palabra que pronunció fue la poderosa consigna de la libertad.
Sus soldados, al verlo muerto, en parte se dejaron matar desesperados y en parte huyeron. Los auxiliares perecieron casi todos: de los españoles se dice que solo veinte murieron en el campo. Entre ellos se menciona a un caballero portugués de la orden de Cristo, quien, habiendo participado en muchas batallas en Europa, se burlaba poco antes de las operaciones de esos enemigos, entre quienes no veía ni uniformes ni cañones; pero habiendo muerto al principio de la pelea, no tuvo tiempo de retractarse de su opinión. De parte de los españoles, además de los ya nombrados, se destacaron Vargas, Roa, Jofré, Díaz, Luna, Godoy, Castillejo, y entre los araucanos, Cariantu, Apillán, Kelentaru y Archiguala.
El gobernador, contentísimo de haber sido el primer vencedor de los araucanos en el formidable Marigüeñu, llevó a sus tropas hacia la costa, donde fueron saludadas con repetidas descargas de la artillería de la flota del Perú, que en ese momento patrullaba esa costa en busca de los ingleses y había sido testigo de la victoria. A estas demostraciones de alegría común, el gobernador respondió con frecuentes disparos de mosquetería y los habituales festejos militares. Aprovechando la ocasión, envió al Perú en la misma flota al Maestre de Campo, con el fin de que le enviaran todos los refuerzos posibles para continuar la guerra en la próxima campaña.